Cuando una pareja se acerca a los cuarenta sin hijos, sólo hay dos explicaciones: o no quieren, o no pueden.
Si no quieren y ambos están de acuerdo no hay nada que objetar ni nada que opinar. Es lo que han decidido en su proyecto de vida y bien escogido está; ¿para qué preguntarles entonces? Sólo a ellos les atañe el por qué de esa decisión y si no quieren compartirlo con los demás en su derecho están.
Si no pueden y realmente lo desean... no os podéis imaginar el daño que hace la maldita pregunta: "y vosotros, ¿qué? ¿Para cuando los niños? El arroz, que se pasa el arroz..."
2010 fue un año durísimo para mí. Los cuarenta acechaban peligrosamente, todas mis amigas eran madres, y las únicas dos parejas cercanas que también habían tenido dificultades para concebir, consiguieron un embarazo (doble para más inri) por fecundación in vitro, cuando no llevaban ni la mitad de intentos que yo. Me sentía profundamente desgraciada.
Tenía que sonreír a esas embarazadas y tragarme mi tristeza, cuando lo único que quería era que se me tragara la tierra.
Es posible que alguna de esas parejas estén leyendo esto ahora y sepan que me estoy refiriendo a ellas. No os sintáis mal. Os portasteis maravillosamente conmigo en esa época, y a pesar de todo siempre me alegré de que lo hubierais conseguido. Lo digo de corazón.
El caso es que cuando unos primos anunciaron su embarazo en una comida familiar en la que había por lo menos 25 personas, una voz (se que bien intencionada, seguro), se alzó diciendo: "¿y vosotros qué? ¿no os animáis?", yo contesté alto y claro y, lo reconozco, sin pensarlo siquiera: "Yo no puedo tener hijos". No se cuanto duró el silencio que se hizo, pero a mi se me hizo larguísimo. Pero... ¿sabéis qué? Ese día me quité un gran peso de encima.
Nadie me volvió a preguntar. Y eso me liberó.
Lo que pasó después (el descubrimiento de una técnica que podía lograr en mi caso un embarazo, las nuevas ilusiones y por fin, el milagro del nacimiento de mis hijos), fue el inicio de mi aventura como feliz mamá de trillizos.
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